Sin una educación popular seriamente organizada no hay democracia, porque escuela pública y democracia son dos factores estrechamente unidos en su destino. A través de su propia existencia la escuela pública hace viable la democracia como realidad, no solo institucional, sino esencialmente cultural y social.
La escuela pública es la institución más adecuada para arrancar de la pluralidad de la sociedad unos mínimos éticos y culturales que constituyen la base de una visión compartida de sociedad y de país. Sin una educación popular seriamente organizada toda propuesta social y política es estéril, porque en la escuela pública, donde convive la pluralidad de la sociedad, es donde se aprende a reconocer al “otro” como otro legítimo.
Como nuestra tasa de fecundidad es de 1’1 necesitamos inmigrantes para que se rejuvenezca y perdure nuestra sociedad. Una potente y bien organizada escuela pública donde autóctonos y foráneos convivan en un mismo ideal de país es la única solución, si queremos continuar con nuestras señas de identificación cultural.
No son los padres los que se lucran de las profesiones de sus hijos/as. Ningún padre le da a su hijo/a una carrera de médico, ingeniero, policía, jurista… pensando en su exclusivo beneficio. La única beneficiaria de la educación y preparación de las nuevas generaciones es la propia sociedad. Por tanto, la educación es un servicio público básico, es decir, competencia del Estado, ya que éste tiene por objetivo primordial dirigir la organización del país.
De la misma manera que ningún Estado, ni el más neoliberal, deja Defensa en manos de la iniciativa privada, la Sanidad y la Educación también han de estar gestionadas por los Poderes públicos, porque si aquélla defiende la integridad de la sociedad, la Sanidad se preocupa por tener a los ciudadanos/as sanos y útiles para que sean más rentables y la Educación se ocupa en desarrollar lo más posible las capacidades de las nuevas generaciones.